17 – Lo que ven las cámaras

La película elegida es El gran golpe (The Anderson Tapes, 1971) de Sidney Lumet

Esta película es de la serie en las que un grupo de criminales de distinto calibre y reputación se juntan para realizar un gran robo. Cada uno aporta un talento específico para luego verse enfrentados a destinos particulares. Se puede hacer una larga lista de películas de este género que comienza en los años ‘50. Una de las mejores del comienzo –que hasta es nombrada por Lacan– es Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955) de Jules Dassin, y algunas que en la actualidad se destacan, entre muchas y, sin nombrar quizás la más famosa que ya fue citada: La estafa de los Logan (Logan Lucky, 2017) de Steven Soderbergh y Atracción Peligrosa (The Town, 2010) de Ben Affleck. Todas excelentes, pero no es por ese subgénero que estamos interesados. El gran golpe tiene algo más, un contexto de vigilancia continua que imagino se habrá visto como algo llamativo en la época y que ahora sabemos que se quedó corto. Muestra de una manera muy precisa esa tendencia que no hizo más que avanzar hasta la ubicuidad que tiene hoy.

Vamos a seguir ese rasgo. Puede abordarse desde la vigilancia estatal en donde distintas agencias del estado, el Departamento de Hacienda, vigilando a la mafia; el FBI a ladrones por vía legítima, pero también ilegalmente a las Panteras Negras, partido que defendía los derechos de los afroamericanos en Estados Unidos, por motivos políticos. El avance de esa vigilancia estatal estalló cuando en 2013 Edward Snowden hizo pública información clasificada de la cantidad y alcance de la infraestructura global de vigilancia de Estados Unidos. Puede verse esa historia en el documental Citizenfour (2014) de Laura Poitras y en la película Snowden (2016) de Oliver Stone. También la vigilancia estatal y secreta tuvo mucha presencia durante la guerra fría con diversos objetivos, tema que se presenta recurrentemente en casi todas las películas de espías del período, una de las más hermosas es La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) de Florian Henckel von Donnersmarck.

También está el lado de la vigilancia privada, cámaras de seguridad en negocios, edificios, cintas de grabación escondidas, hasta, como en el comienzo de la película, grabaciones de tratamientos psicológicos. Dentro de la vigilancia privada la película no toma la que ahora es la versión más generalizada, la recopilación de datos, autorizados o no, para uso comercial. El descascarado cartel «sonría que lo estamos filmando» todavía puede verse en algunos comercios en donde un chiste que nunca fue gracioso solo muestra el patetismo de la relación a la mirada que la época produce. La vigilancia supone que es para proteger del delito, lo que confirmamos una y otra vez es que no lo evita, sino que sirve al espectáculo del morboso observador, que puede incluirnos a todos ya que es muy difícil no quedar capturado en esas escenas de transgresión y violencia.

La película muestra bien que las grabaciones no sirvieron para evitar el robo, siquiera para usar como pruebas luego. Son borradas porque o son ilegales o inservibles. Siempre es interesante cuando una película se adelanta tanto a su tiempo, es cierto que Orwell o Huxley se adelantaron más y mejor.

Que el Gran Hermano sea menos opresivo y más un producto del o para el mercado es algo que Orwell no esperaba. La gran recopilación de datos de la actualidad no intenta controlar en el sentido del control de los movimientos y las acciones al sentido de un estado policial, sino que intenta acorralar al sujeto en la lógica del consumo, es decir tapar las grietas con ofertas de objetos tecnológicos diseñados para lograr la complementariedad sujeto-objeto, la conjunción del ideal con el a, nunca alcanzable por su imposibilidad lógica, logrando sólo que siga girando el círculo, cada vez más fallido y angustioso. La idea clásica de controlar en el contexto del dominio y la vigilancia da cuenta de cierta impotencia y falta, muestra un intento fallido de forzar a la pulsión. Mientras que el gadget tecnológico la engaña en una ilusión de satisfacción que bordea el gozar con el tedio. Lo hace utilizando bigdata para sobornar coaccionar la existencia del objeto complementario.

En la escena de la estación de buses se ve la cara controladora del ser observado, los protagonistas acaban de salir de la cárcel y empiezan a revisar los bolsillos del viejo, en la cabina de vigilancia la policía va a buscarlos, al acercarse ya se ponen firmes como frente a un guardia de la prisión. Salvaje ironía de una continuación desagradable. El diseño arquitectónico panóptico de Bentham utilizado en la prisión se continúa en el exterior como muestra Foucault en Vigilar y castigar.

Volvemos al psicoanálisis, la pregunta que nos guía es por el sujeto: qué sujeto puede constituirse siendo siempre grabado (lo distingo del ser observado y la función de lo escópico). Lo aparatoso de las cámaras y equipos de grabación del film nos parece cómico en comparación con la infinidad de cámaras –hasta del tamaño de un alfiler– que nos rodean y observan constantemente, en especial en las grandes ciudades. Todos vimos a niños pequeños enojándose cuando sus padres quieren filmarlos todo el tiempo. En vez de mirarlos, interponen esos cuadrados negros que graban y no miran. Hacen presente el objeto mirada de un modo siniestro, ya que no está sostenida en un deseo de ver sino en un mandato de registro. Se vio mucho este fenómeno en las familias youtubers que graban la vida de los hijos en un lugar de objeto de uso para ser mirados por el mundo entero y usados por las grandes empresas, en connivencia con los adultos a cargo, como objetos para generar ganancia. Un caso paradigmático puede verse en la serie documental Devil in the Family: The Fall of Ruby Franke (2025) de Olly Lambert, donde, más allá del terrible final, se ve cómo los niños intentan rechazar ser filmados constantemente con los medios que pueden, para terminar teniendo que ceder frente a los compromisos comerciales.

Podría suponerse que el sentirse observado constantemente es un rasgo paranoico. Lo paradójico de esta época es que el sentirse acechado se cree que se resuelve con más cámaras, más ojos vacíos que en lugar de tranquilizarnos generan más temores. Faltan cámaras dicen los políticos, faltan cámaras dicen los comerciantes, faltan cámaras dicen los vecinos y todas son para vigilarnos entre nosotros. Recuerdo el relato de un colega que estaba preocupado por un paciente paranoico ya que estaban poniendo cámaras en los pasillos del hospital donde lo atendía y temía que este abandonara el tratamiento. La sorpresa fue que el paciente muy tranquilo le comentó que no lo afectaba, sabía, con razón, que las cámaras eran para vigilar a los profesionales.

Venimos hablando de vigilancia desde el comienzo y hay una instancia freudiana que responde a esa lógica. Freud nombra superyó a este órgano que surge de una no tan clara separación del ideal y que va agrandando su distancia para ver una doble cara de empuje y prohibición que termina en distintas formas de culpa y castigo. Es el heredero del complejo de Edipo, y como introyección de la ley funciona como un límite un poco severo, a veces muy cruel, en relación a las exigencias que ejerce sobre el yo para mantener sus limitaciones éticas y sociales. Si el Edipo está en caída y la vigilancia es ubicua y exterior, cabe preguntarse qué pasa con el superyó. Los extremos que solían ser excepcionales, un superyó súpersevero que inhibe la acción al máximo o una ausencia del mismo en sujetos en donde la palabra no tiene ningún valor ni consecuencia, (la culpa es algo que desconocen), ahora son cotidianos e incluso son modos infaltables de presencia en algunas redes sociales. También los extremos de la otra cara del superyó, la que dice ¡gozá!, compulsiones varias ilimitadas, que cortan todo tipo de lazo hasta el goce insoportable del rechazo a la diferencia. Esa rigidez, como todo material no maleable, ante cualquier esfuerzo se quiebra fácilmente. Esos quiebres se ven en los cada vez más violentos pasajes al acto de ciertos sujetos de internet. Las cámaras que vendrían a vigilarnos y consecuentemente limitarnos, funcionan en el sentido contrario, alimentando a esa cara de goce del superyó, encantándonos en imágenes terribles o produciendo datos para otras compulsiones.

Otra forma de registro que muestra El gran golpe en el comienzo es la grabación y reproducción de sesiones pseudopsicoanalíticas grupales en la cárcel. Vemos al protagonista Robert «Duke» Anderson (Sean Connery) hablar del clise de sexualización que entiende el cine del psicoanálisis, de cómo lo excita robar cajas fuertes. No criticamos sus concepciones teóricas, sino que es interesante que el hecho de grabar sesiones psicológicas sea una práctica que no inventa la película, ciertas corrientes teóricas entienden que la verdad está en el registro objetivo de lo que sucede en la sesión, que si ven el video de la sesión pueden no perderse nada de lo que dice el paciente y así operar mejor. Espero que lo planteado hasta acá, o la actitud de Duke frente al tratamiento al menos, dejen en claro que mientras más se graba más se pierde y que no hay verdad en ningún video. Lo exacto suele ser engañoso, o en palabras de Lacan, nos interesa más lo inexacto pero verdadero.