La película elegida es La inocencia (Monster, 2023) de Hirokazu Koreeda.
En las películas de punto de vista siempre hay manejos de la información, secretos mantenidos hasta el final y revelaciones que aclaran la incógnita, o quizás no y nos dejan elegir qué narrativa nos convence más o nos parece verdadera. Ejemplo de esto último es la más conocida y quizás la primera del estilo, Rashomon (1950) de Akira Kurosawa, película pionera que inventa un género y un modo de nombrarlo: el efecto Rashomon. El director narra la historia desde los protagonistas como también pasa en Los sospechosos de siempre (The usual suspects, 1995) de Bryan Singer. En otras, no hay narrador sino flashbacks o reinicios como en The Handmaiden (2016) de Park Chan-wook o la película que elegimos hoy. Otra forma de hacer uso de los puntos de vista es jugando con lo que saben los personajes o el espectador, por ejemplo, en Simplemente sangre (Blood Simple, 1984) de Joel y Ethan Cohen vemos que el espectador sabe y entiende todo lo que pasa, y los personajes no tienen idea de cómo es que se dan las cosas. En Monster es distinto, los personajes tampoco entienden bien qué sucede, pero el espectador tampoco. La película mantiene al observador tratando de dar sentido a ciertas situaciones que en apariencia no lo tienen, no solo porque el punto de vista es incompleto, sino porque la película contiene mentiras y ocultamientos. Esto la hace de lo más interesante para el psicoanalista, ya que es con esos retazos que trabajamos.

Monster nos presenta al menos dos líneas para seguir: la de los hechos, qué hizo el profesor Hori realmente, o la directora, o Minato, quién quemó el cabaret, etc., la menos interesante. Y la línea del monstruo, (hay otras como la cuestión del fuego y el agua, la muerte y el renacer, pero no seguiremos por ahí). Esa pregunta aparece explícitamente en la película «¿Quién es el monstruo?» y nos hace ir respondiendo con cada personaje, ya que todos podrían serlo, incluso los niños que lo creen por temor. Es el juego de la película. Minato (Soya Kurokawa) y Yori (Hinata Hiiragi) juegan en el vagón a ponerse dibujos de animales en la frente y adivinarlos, entre ellos hay un monstruo, que nunca sale explícitamente, pero la película nos lleva a ponerlo en la frente de todos. Ese juego igualmente está en el montaje de la película, mientras nos vamos enterando lo que fue pasando, que no todos eran los monstruos que pensábamos o decían. Vemos, al final, como en el fondo todo está sostenido por una hermosa relación de amistad y amor prohibida entre dos preadolescentes en una cultura mucho más opresiva que la nuestra, aun cuando ésta también puede ser bastante terrible, en especial en ciertos entornos.
La película está contada de forma muy similar a lo que pasa en un psicoanálisis, en principio quien consulta supone que se trata de hechos, de narrarlos con la mayor fidelidad, incluso se pueden llegar a lamentar de no poder traer testigos para reforzar lo cierto de su relato, mientras más información mejor, pero esto contrasta con una fuerte incomprensión, como si más precisión a la vez nos alejara más de lo importante, no entendemos, el discurso está lleno de lagunas y completamos los blancos con sentidos. Eso suele verse en un sujeto tomado por el discurso imperante de la época que es el de la objetividad o, mejor dicho, de la objetivación. Lo objetivado quita al sujeto de la ecuación. Subjetivar, sacar de los datos y la información para pasar a los hechos de discurso, pasar de los dichos al decir, lleva tiempo y puede ser un poco desconcertante al comienzo. Así pasa con Monster, nos cuenta lo que va pasando, no entendemos, pero creemos que los hechos nos van a orientar, no lo hacen y deliramos. El film nos recuerda todo el tiempo que todo saber es fragmentario. Sobre ese no saber es que partimos en nuestros padecimientos, nos suceden cosas que no entendemos por qué nos pasan, hacemos cosas de las que nos arrepentimos y no entendemos qué nos llevó a hacerlas, sobre estas sólo podemos concluir que tenemos mala suerte, o una maldición, o un destino fatal, que siempre nos pasa lo mismo, las más de las veces lo sentimos como si nada tuviéramos que ver con ello o, todo lo contrario, siendo culpables de todo.
Minato se corta el pelo, se tira de un auto en movimiento, se encuentra sólo en la noche en el bosque lastimado y preguntando quién es el monstruo, se enoja y empieza a romper todo en el aula, le pega a su amigo. Nada de esto se entiende en un comienzo, lo más importante quizás es que seguramente él tampoco lo entiende, y más allá de que le damos un sentido mientras avanza la trama, igualmente lo que nos conecta con él es su dificultad, su impedimento, su padecimiento frente al no entender, pero entendiendo todo a la vez. Él no va a ser como su padre. Él tiene cerebro de cerdo. Él miente y acusa a alguien y se siente culpable. Todo parece confuso, dado vuelta. Mientras avanza la película, uno empieza a suponer, ¿se trata de la «locura» de algún personaje, después de otro u otro más? Minato habla en privado con su padre muerto, lo extraña y sabemos que se disculpa, sabe que siente algo, que es lindo, que podría disfrutar en paz quizás si pudiera hablarlo con su madre, incluso con el profesor Hori que al darse cuenta corre a disculparse. Pero supone que está mal, porque los compañeros se burlan, y peor, el entorno y hasta la madre le marcan una norma con la que no condice y no tiene los recursos para revelarse. Hasta le llega la violencia del padre de Yori, que con menos recursos es atravesado por ello y sufre silenciosamente sus abusos, algo en él toma el camino de la desmentida y así puede seguir haciendo como si nada pasara, lo molestan, limpia y sigue, le sacan las zapatillas y las busca en silencio. Al menos hay un momento en que puede negar al padre, incluso con las consecuencias de maltrato que eso tiene y decirle a Minato que sigue igual, que era mentira que se había curado, sigue «enfermo», es decir amando.
La trama es amable al espectador y con el tiempo va respondiendo a los porqués que podrían surgir. Esas respuestas irían por el lado de la represión sexual en un contexto que rechaza la homosexualidad, allí se generan síntomas acordes a lo que se quiere expulsar, eso retorna, y nos desconcierta al comienzo justamente porque no se puede hablar de eso. La película es una introducción al concepto de síntoma. Lo que se muestra fragmentario y en desorden es el yo queriendo asimilar lo que no acepta, lo que se muestra bello y en paz en el vagón es eso que podría ser si no fuera inconciliable para, llamémoslo en este caso, la cultura, introyectada en el yo moral de los sujetos que la habitan. Los protagonistas se refugian en un lugar sin tiempo y sin función. En las ruinas crecen las flores, el vagón estático contrastando con el tren vivo que nos transporta, transporte es metáfora. Como el síntoma que sustituye una cosa por otra, como el significante de un significado reprimido.

Podríamos, como la película, explicar por qué Minato se corta el pelo, o se tira del auto (mención para Lady Bird), no lo hacemos no por evitar redundar, sino que la vía de la explicación sólo funciona en las películas, y por eso nos satisface, nos tranquiliza que las historias se resuelvan y terminen «bien». En un análisis, en general no se explica, quizás cierta orientación es necesaria, pero luego las cosas andan justamente para salir de la explicación, así como decíamos que quien consulta quiere demostrar y argumentar, sabemos que en algún momento todo eso se detiene. De repente irrumpe el silencio, aparece lo innombrable.
Minato y Yori se acercan y se miran, parece que podrían besarse, ahí Minato tiene una erección, se angustia y sale corriendo, no sabe qué hacer con eso. Quizás toda la agresividad y la culpa que muestra tenga que ver con eso que lo excede. Ahí está lo no explicado, lo no explicable, no importa si le pasa con una chica, un chico o un dibujo animado. Ese goce fuera de cuerpo está en el fondo de la perturbación del niño, no se trata de saber, sino del cuerpo sexuado que irrumpe. Con eso la película completa la lógica del síntoma. Por un lado, los sentidos socialmente impuestos, o personalmente introyectados como el estar «enfermo» que viene del abandonado padre de Yori, y por otro, lo que siempre es un problema, la simbolización de eso que nos excede a nivel del cuerpo, nunca realizable del todo. La sexualidad humana no responde a norma, no sólo porque no hay objeto complementario de la satisfacción –esa idea platónica de las mitades–, sino porque por más esfuerzo de encausarla nunca puede terminar de recubrirse por la palabra. Siempre será un problema, no importa la orientación sexual, sin duda es más complicado que además de siempre sintomática sea rechazada por el Otro social, aun así, detrás de todo intento de estandarización o domesticación, eso seguirá insistiendo con lo paradójico que es, problema y solución a la vez.